Hace ya tiempo que me sorprendió la relación entre dos cuestiones aparentemente inconexas:
La primera es que la dulzaina necesita tanto estudio como cualquier instrumento de viento. Así me lo contaba en mis comienzos Alejandro Perucha, de la saga de los Pichilínes de Peñafiel, músico de reconocido prestigio, director de banda e intérprete de varios instrumentos de viento. Hablaba de la dulzaina con respeto y consideración.
Es una actitud que me sorprendió para bien, y que sin duda, era consecuencia de que había sido testigo, y también protagonista, de grandes momentos por parte de buenos intérpretes de dulzaina, en épocas de esplendor de nuestro instrumento tradicional.
La segunda cuestión, es la constatación de que las políticas culturales no son inocentes, y mucho menos intrascendentes.
De un lado están las instituciones que pretenden potenciar nuestra identidad cultural y política, y en un vector radicalmente opuesto otras que se quitan de encima “el muerto” de las demandas de algunos colectivos, delegando en empresas privadas cuyo único criterio gestor es el económico, es decir, mínimo gasto y máximo beneficio, con dinero público, por supuesto. Las identitarias ven en la dulzaina y en general en nuestra tradición musical una oportunidad de unir, un mecanismo para conseguir sus objetivos aunque para ello haya que estandarizar, simplificar, desechar usos que no responden a una instrumentalización, en definitiva a la creación de un emblema al que agarrarse.
Las instituciones que, por el contrario, delegan en empresas privadas, abusan de una tendencia de nuestro días, la sobrevaloración de la participación ciudadana. En este contexto no importa el resultado musical, todo vale, lo mejor es que en la calle se escuche mucho ruido y se vea mucha gente, y en los medios impresos también. Los gestores de las empresas se convierten así en los “expertos” que con su fino criterio seleccionan quién y dónde se ejecuta música tradicional en nuestras ciudades y pueblos.
El ejemplo de que la dignidad en la interpretación de nuestro instrumento y las políticas culturales de distintas instituciones están intrínsecamente relacionadas aparece frecuentemente a la vista de todos, eso sí, en otras comunidades autónomas, y con alguna honrosa excepción, también en la nuestra. Nadie habrá visto ni oído tocar mal a un gaitero gallego en un acto institucional, a los asturianos tocando en la entrega de los premios Príncipe de Asturias o a los gaiteros (dulzaineros) navarros en el ayuntamiento de Pamplona en la inauguración de los Sanfermines. ¿Es una casualidad?, por supuesto que no. El “todo vale”, ha sido sustituido por un trabajo serio y prolongado durante años, realizado con apoyo institucional, sí, pero por parte de personas de reconocida solvencia y formación en lo musical y en la cultura tradicional, no por captadores de subvenciones que liberan a los técnicos culturales de su “tedioso trabajo”.
Las demandas de las instituciones generan en los intérpretes una orientación (que puede ser criticable o no), pero sobre todo y fundamentalmente, una calidad interpretativa y musical. Aunque las interpretaciones se den en los sencillos formatos tradicionales, deben poseer la dignidad y el mérito deseables para el disfrute de cualquier arte. Es más, yo diría que si no hay un mínimo de dignidad y pundonor, no hay construcción de ninguna identidad, aunque este no sea el tema ni el objeto de estudio de estas reflexiones.
Curiosamente estas ideas no extrañan en ámbitos como el gastronómico o el deportivo. ¿Alguien se imagina a una Comunidad Autónoma, a una Diputación Provincial o a un Ayuntamiento apoyando y promocionando un vino ácido, un queso rancio o un aceite adulterado?. Pues parece que en la música tradicional esto no es tan lejano y se da más a menudo de lo que nos gustaría esta actitud de “todo vale”.
Por el contrario, los trabajos desarrollados en la Escuela de Aldeamayor, son un pequeño pero importante ejemplo de que la confluencia de iniciativa privada (y personal) y el apoyo institucional, genera una tendencia que nos hace mejorar y disfrutar a intérpretes y espectadores.